Amanece, el aire invernal se cuela entre las maderas de un viejo caserón, copos de nieve caen y se funden en un manto blanco, las aves nocturnas buscan su nido y el olor a café se asoma por la ventana.
— Ya amaneció mi princesa. — susurró una abnegada madre a su pequeña hija y está le responde con una enorme sonrisa y la luz del sol se relaja en sus rizos dorados.
La puerta se abre con tal fuerza que azota la pared, triunfante él padre trae sobre su hombro derecho un ciervo, su carne les brindará alimento y su piel cobijo.
La mesa está servida y la familia se reúne en torno a ella, todo parece perfecto, salvo una herida en el hombro izquierdo de la madre, la cual inútilmente intentó cubrir con vendajes.
— Fue un accidente. — murmuró.
— ¿Puedo ver? — preguntó su esposo y ella simplemente se cubrió el hombro.
Afuera la campana de la Iglesia resuena, una multitud se reúne, voces que se transforman en gritos y luego silencio, un sepulcral silencio.
La mañana aunque fría es hermosa, pues la familia se despoja de sus preocupaciones y juegan alegres en el jardín. Bolas de nieve se arrojan mutuamente y las risas brotan espontáneamente.
El mediodía ha llegado y con el pronto está el atardecer.
La luz de la chimenea ilumina la habitación. La madre observa por la ventana. El bosque parece silencioso, las criaturas de la noche aún no emergen y un suspiro ante el silencio es lo único que ella puede hacer.
— ¿Me vas a decir cómo sucedió? — preguntó el esposo.
— No, realmente es algo sin importancia, sólo resbale.
— ¿Al menos puedo ver?
— Mañana podrás, ahora quiero que descanses, nuestra hija te necesita. — musitó ella y el exterior parecía iluminarse, la oscuridad era despejada.
Golpes en la puerta, golpes fuertes.
— ¿Sucede algo? — preguntó el esposo mientras abría la puerta y en respuesta recibió un golpe que lo dejó inconciente.
Los gritos desgarradores de su esposa le hacen reaccionar, intenta levantarse, observa a su pequeña hija siendo sujetada por un extraño y su amada esposa es conducía a la horca.
— ¿Cuál es la causa? —se pregunta el esposo y el sacerdote alza la voz.
— ¡ A tu mujer se le acusa de brujería!
El esposo cae de rodillas, luego forcejea y toma a su pequeña, se siente confundido, pero los ojos azules de su amada esposa le dicen la verdad, ella es una bruja.
— Sonríe, siempre sonríe. — le dice su madre a su hija, cuando la nieve cae y la soga se aprieta más y más a su cuello.
Las voces se calman, las antorchas se van y dan paso a la oscuridad de antes. Ella inmóvil, inerte sigue colgada del árbol.
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