
Mis pasos siempre fueron errantes, así conocí hermosos lugares. Era lo que podrían llamar un aventurero, pero mis pasos me llevaron a conocer a alguien más, a alguien cuyos pasos eran más veloces.
Terminé ocupado casi 10 años de mi vida, años en los que me dediqué a seguir los pasos de alguien más, alguien más grande que yo, ese alguien era Jesús, el carpintero de la villa de Nazaret. Me hice sacerdote, ocupe ligeros cargos en mi diócesis de origen, pero cansado de las labores de oficina, me atreví a pedir un traslado, lo cual parecía imposible, ya que era muy útil, pero de alguna forma fui ubicado como párroco en una pequeña comunidad cerca de las montañas. La comunidad en cuestión se dedicaba a la minería y eran un pueblo simple. Por lo cual no me demore en hacer mis maletas y en poco tiempo ya estaba en camino.
Aquel día llovió, como nunca, mi madre decía que era una mala señal, pero mi madre era muy supersticiosa, por lo cual le di la bendición y un abrazo, para luego partir bajo la lluvia.
El vehículo llegaba hasta cierto parte, de la cual yo debía caminar el resto, pero el conductor de nombre Juan, parecía alguien nervioso, no me hablo en gran parte del camino, sólo lo hizo cuando yo entable conversación.
— Hola, soy el padre Gustavo. — le dije desde el asiento trasero, él por su parte sudaba, las gotas gruesas en su frente parecían perlas, aún con la fuerte lluvia. Creí que estas enfermó, hasta dude que poseía la capacidad para hablar, entonces y poco antes de llegar al final de mi recorrido me habló.
— Usted, dígame, ¿Creé en Dios ?
Su pregunta me pareció por demasiado extraña, ya que portaba mi sotana negra y el cuello clerical, aún así y con amabilidad le respondió que si, si creía. Pero me vi obligado a devolverle la pregunta, a lo cual su respuesta fue negativa. Y antes de profundizar en el origen de su negativa, había llegado a mi destino, pero aquel chico antes de irse me dijo.
— Usted, si realmente cree en Dios, entonces alejese de la mina, si puede del pueblo.
Dicho esto se alejó, yo medite sus palabras, aún cuando no les encontraba el más mínimo sentido, por lo cual marche rumbo a lo que el Señor me tenía preparado.
El sendero era largo, el día estaba oscuro, las nubes cubrían el cielo en su totalidad, parecía que una tormenta estaba próxima, por lo cual me apresure, pero aquél sendero de rocas, me hacía difícil caminar, pues temía resbalar. Afortunadamente encontré a un habitante, el cual amablemente me llevo hasta el pueblo. Su nombre era Jonathan, el vendría siendo como el alcalde o representante, la verdad nunca me quedo del todo claro.
Mi recibimiento no fue muy bien recibido, de hecho nadie me recibió, cosa que me pareció muy extraño, pues la llegada de un nuevo sacerdote siempre es motivó de alegría, pero entendí que la pobreza que los rodeaba no les permitía darse ciertas libertades.
Una vez con los pies en la tierra, Jonathan me condujo a la casa parroquial, y hasta ese momento no había preguntado por el antiguo sacerdote, de hecho en la diócesis nadie me hablo de él.
Cuando estaba frente a la puerta de la casa, hice la pregunta, Jonathan guardo silencio, un incómodo silencio, pero después de tragar saliva, me respondió.
— Murió, lamentablemente murió.
Esas fueron sus palabras, yo entendí o asumí que un sacerdote anciano, en un lugar así, bien puede morir, pero Jonathan antes de irse me corrigió, al decirme que aquel sacerdote podría ser más joven que yo, lo cual me causó más curiosidad, pero ya no había nadie para hablar.
El interior de la casa parroquial era lo más cercano a una casa abandonada. Le dediqué unas horas, las pocas que quedaban del día a la limpieza, no pretendía realizar ninguna celebración, ya que igual no había feligresía para ello.
Cuando el último rayo de sol se despidió y la luna apareció en el horizonte, descubrí un cuaderno, de mi predecesor, el cual estaba repleto de garabatos, dibujos extraños. Al principio no le tome importancia, pero exista una palabra que se repita seguido, era « la sorcière » no supe su significado hasta la mañana siguiente.
Muy temprano hice mis oraciones acostumbradas, luego me dispuse a conocer el lugar.
Lo primero que hice fue buscar a Jonathan, pero no lo encontré, de hecho no encontré a nadie en el pueblo, el cual hasta este momento desconocía su nombre.
Me llevó un par de horas encontrar la mina, el lugar donde realmente estaban todos, pero al llegar mi reacción fue de asombro, pues una mujer lloraba mientras sostenía en sus brazos a su hijo fallecido, y no dejaba de repetir aquella palabra que leí en el cuaderno del otro sacerdote, « la sorcière » .
El niño de unos 12 años posiblemente, tenía desgarrado el cuello, algo, posiblemente un animal le había arrancado un trozo, sólo que al observar el cadáver, me convencía de que un animal no era el causante de dicho crimen, pues no habían más heridas que la del cuello y unas marcas, como de dedos en sus brazos.
Intenté consolar a la madre, pero con sus ojos enrojecidos de tanto llorar, me comenzó a hablar en un idioma que no conocía, posiblemente era francés, pero según tenía entendido aquí todos hablaban español, me sentí confundido. Entonces apareció Jonathan, quien me llevo a otro lugar, al cementerio.
Creí que me llevaba a ese sitio para hablar en silencio, pero contemple con horror que habían cientos de nuevas tumbas, y sabía que eran nuevas, pues el olor a tierra recién removida, a flores podridas me llegó a la nariz de golpe.
— Ahí está la feligresía que debe convertir, lamentablemente llegó tarde. — Me dijo Jonathan mientras encendía un cigarro, lo cual me hubiera desagradado, pero en ese momento reemplazó el olor a tierra.
Cuando salí en la mañana, yo guardé el cuaderno del otro sacerdote, y sacándolo se lo mostré. El lo observó y al acto me lo regresó, entonces pregunté por la causa de tandas muertes, la respuesta fue.
— ! la sorcière !
Me llevé las manos al rostro, realmente no entendía nada, y Jonathan me tradujo aquello, como « La bruja »
Algo muy profundo en mi se estremeció, no se si fue la forma en como lo dijo, o el lugar donde estábamos, quien sabe si fue por el recuerdo palpitante de aquel niño muerto en manos de su madre, pero sea lo que fuese, sentí miedo, un profundo miedo, casi irracional, pues no creo en brujas, duendes y cosas semejantes, pero aquéllo, realmente me hizo temblar.
Quise formular una pregunta, pero Jonathan se adelantó con la respuesta.
— Ella vive en el otro pueblo, el que está del otro lado de la mina, nosotros quisimos huir de ella, pero la muy perra nos persigue.
Las palabras de Jonathan me causaban una cierta curiosidad, tomando en cuenta que no sabía de la existencia de otro pueblo, pero a estas alturas creo que la diócesis menos.
— ¿Qué es, porqué hace eso? — pregunté.
— Es un ser infernal, eso decía le otro sacerdote y tenía razón, pero su razón para asesinar merece una historia, merece que todos sintamos su dolor. Ella nos persigue y si usted se interfiere le hará lo mismo que al otro sacerdote.
En estos momentos me arrepiento de haber seguido con el interrogatorio.
— ¿Qué le pasó al sacerdote? — le pregunté, mientras unos hombres comenzaban a cavar una nueva tumba y la madre adolorida llevaba el brazos a su hijo.
— El creyó que había encontrado la forma para eliminarla, pero fracasó…— en ese momento sentí como mi corazón se agolpaba, quería salir de mi pecho sin razón, y obligándole a hablar el continuó.— Si te digo irás y harás lo mismo que él, vas a morir, así son ustedes los sacerdotes, pero sólo te diré que el documento todo lo que hizo, si realmente quieres saber la verdad sigue sus pasos, los míos ya van rumbo a la tumba.
Luego de decir aquello, Jonathan acompañó en el cortejo fúnebre y evidentemente yo también.
Los habitantes eran pocos, pero de una forma generosa, pues al menos me dejaron los alimentos para la cena, la cual lejos de ser lujosa, fue posiblemente mi última cena.
Cuando dormía, sentí como algo se escabullía entre las sábanas, un escalofrío recorrió mi cuerpo, haciéndome despertar abruptamente, para ver la ventana abierta, la misma que había cerrado antes de dormir, pero aquéllo no era para asombrarme, pues frente a ella contemple al antiguo párroco, el mismo que había muerto tiempo atrás. Su mirada perdida, la ropa sacerdotal sucia, la estola roja estaba desgarrada, de la misma forma como su cuello, heridas similares a la de aquel niño.
El me miró, yo le miré con cierta repulsión, pero el susurró con su aliento fétido, « la sorcière »
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